27.5.09

el tren


Mi madre me dice siempre que viajo en tren que no me siente en los vagones vacíos, sino en los que haya mucha gente, por si acaso. Dios mío, que no tengo cinco años... Encontré un vagón en el que solo viajaba un hombre, además de mí. Me senté en el asiento de la esquina, el que está junto a la ventana, siempre me gustado ese sitio en los trenes. Y cuanto más vacíos los vagones, mejor. Lo siento, mamá. Cuando el tren ya estaba apunto de irse de la estación entraron dos chicas. Vaya, más gente… Las madres, que siempre se salen con la suya.
Entre las cuatro personas que estábamos en el vagón, ella, la morena, era la que menos hubiera destacado entre una multitud. No llevaba ropa llamativa, colorida u original, no era especialmente guapa, y además era pequeñita y delgaducha. Poca cosa. La chica que se sentaba a su lado era pelirroja y muy guapa. El otro ocupante además de mí, era un hombre de unos sesenta años de barba y pelo largo y canoso. Parecía sacado de una convención de moteros Harley Davidson, enfundado en cuero y tatuado hasta los ojos. Y yo llevaba puesta la equipación oficial del Real Madrid (botas de tacos y espinilleras incluidas, solo me faltaba el balón). Menudo cuadro. A cualquiera de los tres se nos hubieran quedado mirando al ir andando por la calle. A ella no. Sin embargo captó mi atención nada más llegar al tren. Además de cierto aura atrayente que me obligaba a estar mirándola todo el tiempo, me maravillaba que no pareciera estar pasando el mismo calor que los demás.
Ella entró en el vagón, detrás de la pelirroja, y se sentó a su lado, en el asiento del pasillo. Tenía una forma de andar rápida y elegante, con cierto aire felino. Sus ojos, grandes, claros y un poco achinados, me dedicaron una breve mirada, no por mí, sino porque inspeccionaba el panorama a su alrededor antes de sentarse. Ni siquiera sudaba. Iba de negro y tenía el pelo oscuro y largo. Lo llevaba suelto. Daba calor solo mirarla. Por todo. Se sentaron de espaldas a mi, varias filas por delante. Además del calor que hacía, daba el sol en mi sitio y no hacía ni media hora que había comido. Unos minutos después de su llegaba yo estaba durmiendo profundamente, caí, no pude ni ponerme a la sombra.
Me desperté no sé cuanto tiempo después y descubrí que el motero no estaba. Se habría bajado en alguna parada mientras yo dormía. La morena hablaba por teléfono tan alto que cualquier madre la hubiera corregido (la mía seguro). Por supuesto. Pues genial que vengas. Gracias guapo. Colgó y justo entró en el vagón la pelirroja, espléndida, que la miraba con una sonrisa amplia, y satisfecha traía una bolsa con lo que me parecieron latas de bebidas y bocatas envueltos en papel marrón. Había ido al bar. ¿Hoy no te pintas? Llegó a su sitio, se sentó, y empezaron a comer. Así dejaron de hacer ruido. De nuevo se estaba apoderando la modorra de mí y no me había cambiado de sitio, cuando la morena de pronto se levantó y cogió su mochila. Qué bajita y delgada. Estuvo un buen rato buscando algo en su interior con el consiguiente ruido de plásticos, que terminaron de espabilarme. Ella de vez en cuando me miraba de reojo, supongo que consciente del ruido que hacía, y después seguía buscando. Creo que mi posición engañaba. Yo tenía el culo bastante escurrido en el asiento, lo que acercaba mi postura a la posición horizontal, tenía la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, y llevaba los cascos del mp3 y las gafas de sol puestas. Seguro que pensaba que yo dormía plácidamente a pesar de sus conversaciones telefónicas para todo el vagón y del trajín de plásticos de su mochila. La pelirroja tenía la cabeza apoyada en el cristal y ni se movía ni hacía ruido: se había dormido. Después de mirarme una vez más, tras la que pareció asegurarse de que yo no sería testigo de nada, sacó un maletín pequeño de la mochila. Tal como ella se movía y miraba, cualquiera hubiera pensado que eran diamantes de contrabando o algún arma último modelo importada de algún país del este lo que llevaba en el maletín. La curiosidad me hizo moverme un poco de mi posición de durmiente. La curiosidad mató al gato. Mi madre. Qué pesada. Siempre tiene algo que decir. Me costó bastante descubrir qué era. Y cuando lo supe no sé si me decepcionó o me intrigó más aun. Ella arrugaba sus ojos chinos trajinando con los chismes del maletín. ¿Por qué lo había sacado así? Solo era un kit de maquillaje. Joder, ni que fuera el primero que veo. Estuvo un buen rato pintándose. El olor pasteloso de los polvos, bases y sombras llegaba hasta mi asiento. Yo intentaba espiarla en su ritual de caracterización, pero apenas veía un poquito de ella por el hueco que había entre su asiento y el de la pelirroja. Ni rastro de diamantes o armas. Ella llevaba un espejito en la mano derecha y con la izquierda se pintaba. A veces se quejaba y maldecía en voz baja. Yo intentaba imaginarme pintándome la raya del ojo con el traqueteo del tren. Pensando en la raya de su ojo y con el abrazo del calor Morfeo me raptó de nuevo.
Volví a despertarme por sus ruidos. A la morena se le había caído la lata de cerveza que acababa de terminar, que rodó todo el pasillo del vagón tras dar varios sonoros botes, y a ella le entró un ataque de risa floja, que la pelirroja intentaba silenciar con un aun más sonoro ¡SSSHHH! Me encantas tan pintada. Yo sé de alguien que les habría reñido por escandalosas. Me di cuenta de que ya había anochecido. Ya no se podía ver el paisaje. Al estar el vagón iluminado se reflejaba todo el interior en las ventanas como en auténticos espejos. Todo estaba oscuro fuera y para ver algo del paisaje había que pegar la cara al cristal y tapar la luz con las manos. Eso lo hacía yo cuando era un mico y mi madre me decía siempre que no lo hiciera. A saber quién ha tocado esos cristales y con qué manos. ¡Ay! Mi madre, qué pesada. Podía verlas perfectamente reflejadas en el cristal de su derecha, especialmente a la morena, que tapaba a la pelirroja. Vi también varias latas de cerveza vacías que habían dejado en los asientos que había al otro lado del pasillo y que estaban recogiendo y metiendo en una bolsa. Seguían las risas flojas. Yo ya dudaba. ¿Me uno a ellas y les pido una cerveza? ¿Finjo un gran enfado por haberme despertado repetidamente? Entonces las risas se calmaron y empecé a escuchar otros sonidos. No me lo podía creer. Posé como una tiesa estatua de mármol que nunca se hubiera movido de su petrificada posición. La bella durmiente vestida con la equipación oficial del Real Madrid (botas de tacos y espinilleras incluidas, solo me faltaba el balón) fingiendo el sueño más profundo jamás imaginable, escondiéndose detrás de unas gafas de sol. Espiando una chica rara que, increíblemente, era capaz de maquillarse en los trenes y que era parecía, aunque no lo era, contrabandista, y a una mujer pelirroja e increíblemente guapa que parecía recién sacada de la portada del Cosmopolitan. ¿Al inventor de las gafas de sol nunca le han dado un premio por lumbreras? Seguía haciendo mucho calor. Por todo. Porque era verano también. Se estaban besando. Y yo estaba mirando descaradamente. Se estaban comiendo a besos. Para hacer más creíble mi papel, ladeé un poco más la cabeza y entreabrí la boca. Estaba para una foto. Me hubiera encantado verme desde fuera. Mi madre seguro que me hubiera dicho algo. ¡Cierra la boca! De pronto la morena se giró para comprobar mi sueño eterno. Después se aseguró de que no viniera nadie por el pasillo del tren y agarró del mentón a la pelirroja, la atrajo hacia sí y la besó apasionada. Casi les dio un infarto cuando sonó la puerta a su espalda. Era el revisor. Se paseaba de vuelta. Les entró la risa floja, se separaron un poco, e hicieron como que estaban mirando algo por la ventana muy pegadas al cristal.
Una vez que se fue el revisor, la morena volvió a comprobar el tránsito pero esta vez no se inclinó hacia la pelirroja. Se sentó muy tiesa y formal en su asiento. Oía cuchicheos. Intentaba enterarme de qué se decían. Solo me llegaban palabras sueltas. Susurros apenas audibles. Es tu hermano. Y yo no podía acercarme a su asiento por si se asomaban a comprobar. Me da igual. Yo me saqué los cascos de los oídos aunque hacía horas que había apagado la música, pero los dejé colgando con el cable por las orejas, tapados por el pelo. ¿Qué haces? Mi operación con los cascos fue muy rápida y por suerte no me pillaron. Yo veía que la morena había alargado su mano izquierda hasta el vientre de la pelirroja, que se aguantaba la risa. Sshhh. Yo había dejado de ver lo poco que veía. La morena se había movido. Me ladeé un poquito sin modificar notablemente mi postura ni hacer ruido. Volvía a ver un poco. La pelirroja ya no se reía y empezó a respirar con más fuerza. Estás loca. Arqueó la espalda. La morena gruñó, no le estaba siendo fácil, se movió y yo escuché el sonido de una cremallera. Los segundos pasaban más despacio de lo normal. La morena de pronto perdió la paciencia y se volvió para besarla, el ansia me llegaba como si fuera yo una de ellas. Estaba apunto de reírme a carcajadas. La pelirroja soltó un gritito. Qué calor.
A mí me iba a dar un infarto. En el tren. Allí mismo. Menos mal que al final no había venido mi madre. ¡Ay! Mi madre otra vez. Qué don de la ubicuidad, joder.
Le sonó el móvil a la morena. Hermano mayor... Menos mal que sonó el móvil. Me dolía todo el cuerpo de aguantar la pose. Por fin tenía un excusa para moverme y para estar en el mundo de los vivos y despiertos. Me quité las gafas de sol. Claro guapo. La morena me miró de reojo y yo intenté no poner cada de nada. Aunque no sé como se pone cara de nada. Tu novia, sí. Se puso de pie y le pasó el móvil a la pelirroja mientras estiraba las piernas. Mi amor. La morena no se caracterizaba por estarse quieta ni por ser silenciosa. Se puso a recoger el kit de maquillaje de contrabando mientras la otra seguía hablando melosa. Tu hermana. La morena estaba bastante más sería de lo que había estado en toda la tarde. O le fastidiaba haberse quedado con las ganas o el del teléfono le caía muy mal. Ella me cuida. Parecía que estaban apunto de bajarse porque la morena le hizo una señal a la pelirroja y ésta se incorporó. Se abrochó el pantalón y la cremallera mientras me miraba de reojo. Otra vez poniendo cara de nada. Hasta ahora guapo. Joder, solo hablaban con guapos.
La morena de repente de acercó a mí. Taquicardia. ¿Perdona, me dejas un boli? Yo busqué en mi maleta y le tendí el pilot azul que siempre llevaba encima. Un momento. Se fue a su sitio. La pelirroja estaba tensa, como nerviosa por algo. Yo pensé que debería haber estado relajada y sonriente después de lo que acababa de pasar. La morena se acercó de nuevo. Respira, respira, que no vende armas. Me pidió fuego. Por favor. Saqué el mechero y ella acercó su cara a la mía. Yo le encendí el cigarro. Me estaba mirando a los ojos. Sus ojos claros, grandes y achinados me retaban a seguir mirándola. La raya del ojo era perfecta. El tren empezó a frenar. Me guiñó un ojo, se incorporó, me devolvió el boli y se fue. Gracias. La pelirroja y ella estaban ya saliendo por la puerta cuando descubrí un papelito enroscado en el boli. Los cristales de tus gafas no son tan opacos como tú crees. ¿Un cafés? 666703613. Taquicardia. Estaban ya en el andén. La pelirroja le estampó un beso de tornillo a un chico moreno, de ojos grandes, claros y un poco achinados, bajito y delgaducho. La morena le dio dos besos y se quedó a su lado. Se conocían de hacía mucho tiempo. Como de toda la vida. Joder. Respira, respira. Joder. Eran idénticos. El chico le dio la mano a la pelirroja y comenzaron a andar. La morena me miraba a través del cristal mientras fumaba. Qué calor. Me tiró un beso y se fue. Angina de pecho. Joder. Mi madre. ¡Mi madre! ¿Qué hace aquí? La ubicuidad de las madres. Infarto. Es mi parada. Corre, corre. ¡Ay hija, solo te falta te balón! Qué pesada mi madre.

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